Hasta ahora, los mapas que plasman la degradación de la tierra en todo el mundo o en una región han simplificado demasiado un fenómeno complejo al que contribuyen muchos y muy diversos factores.
Por Jaime Martínez Valderrama, Investigador postdoctoral en Desertificación, Universidad de Alicante; Elsa Varela, Alexander von Humboldt Senior Research Fellow, Georg-August-Universität Göttingen ; Emilio Guirado, Doctor en ciencias aplicadas al medioambiente, Universidad de Alicante; Fernando Tomás Maestre Gil, Catedrático de Ecología, Universidad de Alicante; Jorge Olcina Cantos, Catedrático de Análisis Geográfico Regional , Universidad de Alicante, and Manuel Esteban Lucas-Borja, Profesor en el Departamento de Ciencia y Tecnología Agroforestal y Genética de la E.T.S.I. Agrónomos y de Montes de Albacete, Universidad de Castilla-La Mancha, España.
Los primeros intentos por cartografiar la desertificación se remontan a los años setenta del siglo pasado. El primer mapa global se realizó en 1977 con motivo de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Desertificación y se denominó Mapa Mundial de la Desertificación.
Desde entonces, se han sucedido los esfuerzos por elaborar atlas y mapas que representen este grave problema tanto a nivel global como nacional. Pero ¿podemos realmente cartografiarlo?
La complejidad de la desertificación
Que existan más de cien definiciones de desertificación significa, al menos, dos cosas: ninguna es la correcta y el problema es complejo. Si atendemos a la más aceptada, la de la Convención de Naciones Unidas de Lucha contra la Desertificación (CNULD), corroboraremos dicha complejidad y atisbaremos algunas de las ambigüedades asociadas históricamente a este concepto. Según esta definición, la desertificación es “la degradación de las tierras áridas, semiáridas y subhúmedo secas como consecuencia de las variaciones climáticas y las actividades humanas”.
De entrada, no figuran las zonas hiperáridas. ¿Es que no pueden degradarse? Dicho de otro modo, ¿puede desertificarse un desierto? La respuesta es que sí, debido al desarrollo científico-técnico que ha posibilitado la explotación de las inmensas reservas de agua subterránea que albergan estos inhóspitos parajes, dando lugar a episodios de sobreexplotación y, por tanto, de degradación.
En efecto, como la propia CNULD explica, por “tierra” se entiende el sistema bioproductivo terrestre que comprende el suelo, la vegetación, otros componentes de la biota y los procesos ecológicos e hidrológicos que se desarrollan dentro del sistema. Esta aclaración es muy relevante porque muchas veces se asocia tierra a suelo, equiparando desertificación con procesos de erosión. Por tanto, la degradación de las aguas subterráneas, su agotamiento y contaminación, cuando ocurre en las zonas áridas, es desertificación.
Mapas globales de desertificación
Quince años después del primer Mapa Mundial de la Desertificación, en 1992, se presenta el que se conoce como primer Atlas Mundial de la Desertificación con motivo de la Cumbre de la Tierra.
El segundo atlas, que aparece cinco años después, se basa en la “Evaluación global del estado de la degradación de suelos inducida por el hombre” y las estimaciones a nivel nacional de los investigadores H. E. Dregne y Nan-Ting Chou, y aporta cifras de desertificación muy altas y poco verosímiles. Así, el alcance de la desertificación se llegó a estimar en un 70 % de las zonas áridas.
Las iniciativas se han ido sucediendo tanto a nivel global, por ejemplo con las evaluaciones de cambio del uso del suelo promovidas por la Evaluación de los Ecosistemas del Milenio, como nacional. Cada país signatario de la CNULD debe elaborar planes y estrategias para enfrentarse a este problema, y saber dónde ocurre es una de las primeras tareas.
¿Se puede cartografiar la desertificación?
A esta cuestión responde negativamente el tercer y, hasta la fecha, último Atlas Mundial de Desertificación, publicado en 2018 por la Comisión Europea. Se trata de un primoroso documento en el que aparecen coloridas láminas sobre diversas variables relacionadas con la desertificación. Sin embargo, no hay ningún mapa de desertificación.
El lector encuentra la justificación a esta ausencia en la primera página de la introducción: “Aunque desertificación sigue figurando en el título, este atlas representa un cambio significativo con respecto a las dos primeras ediciones del Atlas Mundial de la Desertificación, ya que no se presentan mapas deterministas de la degradación mundial de la tierra”.
Las limitaciones a este tipo de mapas se concentran fundamentalmente en dos cuestiones. La primera tiene que ver con el grado de subjetividad de los autores a la hora de decidir qué es desertificación y qué no lo es. Liberarse completamente de este juicio parece imposible.
El segundo punto, que sí parece superable, es que las metodologías empleadas hasta la fecha han tratado de agregar en un único indicador la variable desertificación, que no es medible. Para ello se han sumado o agregado sin una base estadística solvente procesos tan diferentes como la erosión del suelo y la sobreexplotación de las masas de agua subterráneas. Dicho de otra forma, se han tratado de sumar peras con manzanas, y el resultado ha sido una ciruela pasa.
Ante la imposibilidad de hacer mapas de algo tan complejo como la desertificación, el AMD propone un nuevo paradigma, la convergencia de evidencias, donde se recalcan las peculiaridades de cada región y se propone un diagnóstico a partir de las tendencias de variables socioeconómicas y biofísicas que nos permitan atisbar qué formas de uso del suelo puede desembocar en procesos de degradación.
Este énfasis en la prevención nos recuerda que la destrucción de la fertilidad natural de los territorios no es fácil de revertir y por tanto es necesario anticiparse a la degradación.
Foto de apertura: Sylvia Biskupek / Shutterstock. Esta nota fue preparada por The Conversation.
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